zaterdag 30 juli 2011

Reabrir heridas


Hace una década se iniciaron las exhumaciones para
entregar a los familiares los restos de sus seres queridos
muertos en la Guerra Civil. Ya se han abierto 270 fosas
por Virginia Hernández

Cuando Francisco Etxeberria, el médico forense que está detrás de la mayoría de las exhumaciones relacionadas con la Guerra Civil, se encuentra con las decenas de voluntarios jóvenes que acuden a ayudar en las fosas, les dice siempre lo mismo: que hay que implicarse mucho más en todo lo que tenga que ver con la vulneración de los derechos humanos. «Hoy se repiten casos similares a los ocurridos en el pasado: las tragedias nos sirven para reconocernos hoy y para tener otras actitudes ante la vida». Sobre este asunto, para él «no hay distancia geográfica ni cronológica». Debe importar lo que ocurre a miles de kilómetros o lo que pasó hace más de 70 años.

Mantenemos una conversación telefónica mientras él está en una fosa llamada La Legua, situada en la comarca de Aranda de Duero (Burgos). Tiene 30 metros de largo y alberga los restos de más de 50 personas, la mayoría ferroviarios. La Legua se suma a las 270 fosas de toda España abiertas en los últimos 10 años, sólo dos de ellas del bando nacional (una en Villasana de Mena, en la provincia de Burgos, y otra en Camuñas, en Toledo). «Yo prefiero decir 'lado' a 'bando'. Yo mismo he dirigido esas exhumaciones y hemos utilizado el mismo procedimiento y metodología. Hemos tenido alguna crítica, pero nosotros trabajamos en las fosas que se nos solicita. Lo cierto es que en el lado nacional todo el esfuerzo se hizo durante el régimen de Franco. Se redactaron, además, informes oficiales sobre estos cadáveres». Y Francisco ha visto la misma reacción en todos los familiares, sean del 'lado' que sean: «Con nosotros, todos se muestran agradecidísimos; y en cuanto a los sentimientos, también son iguales. Es la tragedia que uno ha vivido y, aunque haya tenido mayor o menor apoyo, para todos es una injusticia. Les pasa la misma idea por la cabeza: 'Cómo habría sido mi vida si esto no hubiera pasado'».

Algo así se planteó Emilio Silva, presidente y fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, cuando decidió dejar su empleo en una revista (antes había trabajado en el programa 'Caiga quien caiga') y escribir una novela sobre su abuelo. Emilio Silva Faba, que así se llamaba, había vivido en Argentina y regentaba un negocio de Coloniales en la comarca leonesa del Bierzo (vendía desde vajillas hasta lotería e incluso daba comidas). Era un hombre culto, con recursos y que militaba en la Izquierda Republicana de Manuel Azaña. Había sido interventor de este partido y bajo sus siglas había pedido una escuela pública y laica. La Falange le exigía regularmente un impuesto y en uno de los pagos le detuvieron y le encerraron en el Ayuntamiento, que hacía las veces de prisión.

Era marzo de 1937. Su mujer, Modesta Santín, va con uno de sus seis hijos a llevarle comida y ropa limpia, pero sólo dejan pasar al niño, a Manolo, que apenas tiene seis años. El crío sale con el reloj de oro y con un sello con las iniciales de su padre. Modesta se teme lo peor y acierta con lo que está a punto de pasar: a su marido le trasladan junto a otros tres en una furgoneta a 30 kilómetros del pueblo. Les custodian cuatro miembros del partido de José Antonio. Dos de los detenidos tratan de huir. Uno muere alcanzado por las ráfagas de disparos y el otro consigue escapar. Seis meses más tarde le matarán, pero en ese transcurso de tiempo contacta con Modesta y le cuenta los detalles: «Pero mi abuela jamás dijo nada, yo pasaba temporadas con ella y nunca le oí hablar de mi abuelo. Los asesinos de su marido fueron los que gobernaron el pueblo. Ella, metafóricamente, tuvo que cavarse una fosa en la memoria».

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