MORCENX
Tendría ocho o nueve años cuando fui por primera vez a Francia, ya vivíamos en Navarra; era la primera vez que salía de España, que conocía otro país en donde no hablaban nuestra lengua y eso me causaba un verdadero estremecimiento, una inquietud infantil cargada de furor e impaciencia. Cogimos un tren hasta Irún y allá otro que nos introduciría en terreno galo. Llevaba mi padre una maleta de madera bien cerrada (le había dado dos vueltas de cuerda) un bulto grotesco con los vértices de latón que, de cuando en cuando, nos hería las piernas. Pero no era la única, otras gentes usaban de cartón con relieves cuadrados en tonos grises o más cálidos; también sorteadas de esos hatos de liza las más viejas. Y un cartón que pendía del asidero daba constancia de las referencias de su dueño, algunos de estos referentes iban mejor resguardados en una improvisada funda de eskay que permitía, tras una pequeña fibra de plástico, ofrecer una pantalla a los datos personales que ahí se redactaban.
Sucesivas paradas nos acercaban a la noche y aún no habíamos llegado (con lo pronto que se hace este recorrido ahora en coche). Recuerdo que hacía mucho frío y humedad cuando bajamos en Morcenx. Que salimos andando hacia unas chabolas muy cerca de la estación. Unas casas a ras de suelo donde los servicios o “toilé” estaban fuera de la casa, en unas garitas; atravesando el patio o umbral de la casa.
Mi cuñado Poli trabajaba en los pinos, cortando y apilando unos metros de troncos en Las Landas. Una vez fui con él, me agradaba su compañía tan cándida y dicharachera. Era la mejor manera de no aburrirme en aquel pueblo, aunque aquellos ratos tan largos cansaban.
- ¡No te toques la cara con las manos! - Me alertaba. Porque tras tocar los pinos donde se deslizan las orugas procesionarias, lo más que te puede suceder, si no te andas con cuidado, es que te pique todo el cuerpo que toques.
Al día siguiente montaron un rastrillo en la plaza y no fui con él a los pinos, prefería ir de compras con mi hermana y mi madre. Me encapriché de un babi con flecos de cuero; como los atuendos de los colonos que veía en la televisión. Por aquellos años hacía furor Daniel Boom. En la francesa, los indios hablaban Español y, los yanquis, francés. La casa de mi hermana, al ser chabola, sugería una gran experiencia para mí; aunque me molestara salir de noche a la calle para poder acceder a la “toilé”. Con los años le dieron una casa de dos plantas y un hermoso jardín; tenías dos baños de aseo interiores (no había que salir de casa). Y, para suerte, un supermercado a pocos metros (Ú). También un lago. Poli y mi hermana María estaban muy contentos porque les asignaban la casa según el número de familia que ellos fueran. Y mis sobrinos estaban estudiando una carrera, el gobierno ayuda mucho a ello.
Ahora viven en San Pau de Dax. Casa a ras de suelo, sin escaleras (porque mi hermana va en silla de ruedas). Los fines de semana la sacan del centro y lo pasan en familia, hasta caída la tarde no la regresan. Están rodeados de la mayoría de los hijos y más cerca de la frontera.
Un saludo Manchega.
Esperiencia vivida por un emigrante, escrito 10-11-2011 por Pedro Gonzales Gallardo
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